OJOS DE ABEJA

(Erle begiak)

 

 

—Me voy antes de que me pongan una multa —dice Ander, sacando de su bolsillo las llaves del coche, como remarcando su prisa.

        —Solo serán dos meses.

        —Dos meses y un océano.

        La maleta cumple la función de barrera, se besan secamente. Nada de palabras fastuosas. Mientras lo observa irse, repasa mentalmente sus quehaceres en Buenos Aires, los verdaderos profesionales no lloran en los aeropuertos. En el avión, toma un orfidal, se le cae alguna lágrima sobre el lavabo y despierta con el aterrizaje. En la fila para atravesar la aduana, el hombre que tiene detrás comienza a hablarle:

        —Déjeme que le dé un consejo, señorita, tiene usted cara de buena persona: cuidado con los taxistas, que no la paseen por la ciudad.

        La chica le da las gracias, le dice que esté tranquilo, que está acostumbrada a viajar, y sin embargo, en medio de tanta realidad, echa de menos que Ander sea un poco más paternalista.

        Al atravesar la aduana, el hombre le grita a la chica: «Buena suerte».

        En el exterior, un golpe de calor le da la bienvenida, la luna y el sol sobre el cielo violeta. Se dirige hacia el primer taxista que ve:

        —Chacabuco y Garay. —Y al repetir el nombre de las calles engulle el titubeo producido por la duda.

        El taxista hace amago de coger la maleta, con galantería anacrónica, santos y vírgenes doradas enredadas en mitad de su velludo pecho, los pantalones bien ajustados a la entrepierna.

        —¿No querés meter la valija en el baúl, piba?

        —No es necesario —la chica se agarra a la maleta como a un ancla.

        —¿Vamos por Brasil?

        —Por el camino más corto.

        —A esta hora son habituales los embotellamientos y quilombos. Podríamos ir por Caseros, pero es hora pico.

        —Ya se me pasó el tiempo de andar en carruseles. —La chica se hace la indiferente, e intenta ocultar su ignorancia de la cartografía.

        —¿Tenés miedo de que te pasee, piba?

        Es la primera vez que, robados al retrovisor, le ve los ojos al taxista. Ha de volver a mirarlos para comprender: los tiene dorados.

        —¿De dónde sos, rubia? ¿Sos gallega?

        —Vasca. —La chica responde de mala gana, hasta el asiento trasero le llega el olor de su laca. Se pregunta cómo justifican los machos la utilización de productos de belleza femeninos.

        —Al decir que sos vasca querés dejar bien clarito que no sos gallega.

        La chica no consigue borrar de su mente las dimensiones del Atlántico.

        —¿De dónde, Bilbao?

        —De Rentería, cerquita de San Sebastián —le contesta a la ciudad que recién comienza a anochecer, atrapada en las últimas palabras de Ander, con los informes laborales intactos sobre las rodillas. Está agotada.

        —Mis abuelos también eran vascos.

        En ese momento la chica se hunde en el asiento apolillado por cigarros, siente una repentina comodidad, una simpatía epidérmica.

        —¿Vascos? —poniendo sobre la pregunta toda su ansia de libertad nacional. Está tan cansada que siente ganas de compartir su vida con cualquier persona que le resulte simpática.

        —Mi padre vino a principios de siglo, desde Bermeo. Mi mamá era francesa, de un pueblecito muy chico. Se conocieron acá.

        Pasan por su ventana farolas, un niño vendiendo alfajores, rejas roñosas por la lluvia cubiertas de maleza.

        Y a la chica se le ha ido convirtiendo en sonrisa la carne de su rostro, escuchando los ojos del taxista que se apagan al ritmo de las farolas, ayudada por un primitivo instinto de fraternidad.

        —Amorrortu Etchechury Anchorena Garat. —El taxista vocaliza con gravedad cada sílaba, lentamente, como si de un título nobiliario se tratase.

        —Vasco de verdad.

        —Mi papá vino a la Argentina de muy jovencito, en busca de aventuras. Puso un negocio, una empresa de camiones para transportar pescado. —Pendido del retrovisor, un santo de cartón que, a modo de diapasón, marca el devenir de la ciudad en noche—. ¿Estás casada o solita?

        La chica siente en un lugar allá en su interior un muelle que chirría, el sinsentido de una respuesta aprendida. Y decide dejar de lado el discurso feminista, total, América es América, y qué demonios, el taxista es ya mayor, y además es descendiente de vascos.

        —Solita —le contesta, sintiéndose liberada al pronunciar la palabra, y, por si acaso, lo vuelve a repetir, quién sabe cuándo volverá a decir algo así—: Solita. —Una fragilidad desnuda, sin discurso político, el primitivo rol de la sumisión, el miedo a estar sola, por primera vez en la vida, expresados con total libertad.

        —No es bueno que una piba tan linda como vos ande sola en una ciudad tan grande. Deberías buscarte alguien que te acompañe.

        —Quizá —le responde, un poco por no hacerle daño, otro poco porque acaba de darse cuenta de que quizá sí, quizá le vendría bien un marido, e imita las maneras de las niñas tetonas que iban al colegio español en uniforme con la boca entreabierta y jugueteando con la trenza.

        —Sin un hombre al lado, jamás lograrás ser una mujer de verdad, acordate de lo que te digo.

        La chica estudia el machismo del taxista con interés antropológico, y recoge los hombros, doblegada ante la visión que el hombre tiene del mundo:

        —¿Y te tienes por vasco?

        Las abejas del hombre ríen.

        —¿Leíste a Borges? —le pregunta—. Borges decía que la sangre dictaminaba... Así que dejame que te haga yo la pregunta: pongamos que una gata pare en el horno de una panadería, ¿qué serían sus crías, gatitos o pastelitos?

        —Así que eres un gatito.

        —Así soy, un gatito. —Y, soltando una mano del volante, da un zarpazo en el aire.

        —¿Te gusta Borges? —La chica recientemente ha leído en alguna parte que toda mujer desea tener al lado a un fascista, y de repente le parece una frase llena de sentido.

        —Cómo no, el gran Borges. Cerca de Chacabuco y Garay hay un parque llamado Lezama, escenario de Borges en muchos de sus libros. —Las abejas chocan con los ángulos del espejo.

        —No era muy amigo de los vascos...

        —Borges era grande, muy grande...

        —Una vez dijo que los negros al menos valían para esclavos, que los vascos ni para eso...

        —Ah, no, eso no, no me comparés a un vasco con un negro, eso sí que no, niña. Con un gallego, vaya y pase, pero con un negro... Eso no. —Coge la curva dando un volantazo, y en la oscuridad se dejan ver los blancos ojos de un niño fumando marihuana—. Chismes, no son más que chismes.

        —¿Hace mucho que trabajas de taxista? —interroga la chica, antes de que Borges empañe más el ambiente; primero el respeto hacia un compatriota y después la discusión literaria.

        —Desde 2001. Antes trabajaba en biotecnología, pero la empresa se fue al carajo, ya sabés.

        Bajo un semáforo, en mitad de la carretera, un niño hace malabares.

        —Las crisis marcan los ciclos de vida de los argentinos. En contra de lo que muchos creen, las crisis afectan más a la ética que a la economía. Los argentinos se hallan en plena crisis de valores, y eso no lo va a solucionar ningún presidente, no, no —señala a dos adolescentes vestidas con uniforme que flirtean con tres hombres de aspecto nórdico.

        —No es fácil.

        El taxista dice algo ininteligible y acelera.

        —Estamos acostumbrados, ya sabés, hay que ganarse la vida... Al menos no nos aburrimos. Ustedes, los europeos, ¡pavada de vida triste que tienen, son unos amargos! —Y rompe en una carcajada cargada de tabaco, recuperando el buen humor—. Y entonces, decime la verdad, ¿viniste de vacaciones o en busca de un hombre?

        Súbitamente, en la intimidad del taxi, a la chica le agrada la palabra hombre. El taxista la utiliza con naturalidad, como aguacate, o autobús, o taza, como si la palabra hombre no escondiese nada malo en su interior.

        —He venido a trabajar. Pero si encuentro a un hombre, me refiero a un buen hombre, no me voy a quedar de brazos cruzados. —La chica se halla cada vez más cómoda en ese rol que nunca ha interpretado y que quizá jamás volverá a interpretar, y siente un estremecimiento al imaginarse mudada en la piel de esa mujer que pudo ser.

        —¡Trabajo! ¡Un marido con plata, eso es lo que necesitás, linda! —Las abejas del taxista vuelan del espejo al escote de la chica, y esta casi puede sentir el aleteo a la altura del mentón—. Ustedes las mujeres, tantos años luchando, ¿para qué?, ¡y para romperse el lomo laburando!

        La chica le ha ofrecido por primera vez una sonrisa a la frase tantas veces escuchada.

        —No, no, no. Sos linda. Eso deberías hacer, cuidar bien a tu hombre, ¡y a partir de ahí, lo que querás!

        La chica suspira, observa en el reflejo del cristal su pecho abultado y desea que el taxista también pueda verlo, volver a sentir el vuelo de las abejas ahí cerca, le agrada pensar que es una chica bonita que merece un marido que la vaya a cuidar, lejos de Ander, ajena a toda ideología. No es más que una chica perdida en un continente desconocido, ¡maldita sea!

        —¿Tú no tienes ningún hijo rico con el que pueda casarme?

        El taxista frunce los labios y se seca el sudor de la frente con un trapo que saca de la guantera:

        —No debés expresarte así, linda.

        —Las europeas estamos acostumbradas a hablar de esta manera. —La chica siente necesidad de pedir perdón.

        —Así no vas a encontrar a un hombre con plata.

        —Quizá tengas razón.

        —Aunque sos bonita, eso no es suficiente. Hay que saber estar, una mujer de día ha de ser una dama y de noche una puta, eso decía mi papá, que en paz descanse, y eso pienso yo también.

        —Tienes razón. —La chica vuelve a sentirse cómoda, imita las maneras de las que iban a colegios de monjas, el gesto de arrepentimiento de quien sabe que ha dicho algo feo.

        —Vos no sos de esas.

        —¿Por qué lo dices?

        —Me refiero al rol que estás interpretando, se nota que no sos así.

        —¿Perdón?

        En un parking, como aparecida, se ve a una mujer, muy grande, vestida únicamente con un tanga, los inmensos pechos al aire, mechones de la coleta le acarician las nalgas.

        —Mirá eso, cada vez que paso por aquí siento ganas de atropellarlas.

        La chica dirige su mirada hacia la mujer, que subida en las altas botas parece una funambulista, y la imagina aplastada por el coche, un tacón desolado, sangre sobre negro, el taxista encendiendo un cigarro y acelerando.

        El hombre acelera.

        —Esto..., esto también es Buenos Aires.

        Y más putas, todas con los pechos descubiertos y esa difusa manera de tenerse en pie. El taxista hace un guiño con los faros delanteros del coche a un grupo de prostitutas.

        —Me habían dicho que estaba cerca del centro.

        —A la gente le gusta hablar.

        —¿Falta mucho para llegar?

        —¿No te confiás, gatita?

        Para el taxi en la parte trasera de una vieja fábrica, y para cuando la chica mira a través de la ventanilla, el taxista ha tumbado el asiento del copiloto. Se desliza y llena con su cuerpo toda la parte trasera del vehículo. Le tapa la boca. Ella puede sentir los anillos contra sus dientes. Las abejas se despegan de sus ojos y la chica intenta espantarlas de su cuello, de su pecho, de su vientre, gritando a los ojos ahora negros del taxista.

        Después, un aguijonazo de una abeja muy gorda. Dolor y el sonido del taxímetro.

        Al terminar, la echa del taxi.

        —Aún tenés mucho que aprender para ser una dama.

 

 

© Eider Rodriguez


www.susa-literatura.eus