La hora de comer

 

El reloj del bar señalaba las doce. Los oficinistas de la empresa estaban comiendo. Había doce mesas pequeñas y alrededor de cada una de ellas cuatro sillas. En nueve mesas estaban comiendo treinta y seis oficinistas, todos vestidos con traje oscuro y corbata roja, bien afeitados, comiendo cuidadosamente, siguiendo todas las normas que las buenas costumbres exigen. Las otras tres mesas estaban vacías.

        Las mesas y las sillas eran blancas. También la barra. Las paredes eran de color pardo, el techo verde claro y el suelo gris. Los camareros llevaban una chaquetilla blanca.

        Otros cuatro oficinistas entraron en el bar. Pidieron dos cervezas, un blanco y un claro. Cada uno pagó lo suyo, a excepción del que había pedido el claro, que tenía que pagar con una moneda pero no tenía ni monedas ni billetes normales. Sólo tenía un billete grande de cinco. Los camareros de la taberna no tenían cambio para aquel billete. Entonces uno de los que habían pedido cerveza le dijo que le prestaría una moneda, a condición de que se la devolviese al día siguiente. El que había pedido el vino claro se negó en un principio, pero ante la insistencia de su compañero se vio forzado a aceptar el préstamo, dándole las gracias. Llevando cada uno su bebida en la mano, los cuatro fueron a sentarse a una mesa para comer.

        Entonces entraron dos borrachos en el bar. Entraron cantando, agarrados del hombro y balancándose.

 

                «Aslaste jiubelaste

                aslaste jiubeles.

                Aslaste jiubelaste

                aslaste sendieker.

 

                «Finoberna sadirembo

                sokiremba tusireg.

                Labifomba nesireio

                sakitero taridem».

 

        Llevaban ropas andrajosas y de colores vivos y variados. Uno vestía una camisa roja y el otro un jersey de muchos colores. Tenían barba de varios días y el pelo totalmenete revuelto. El de la camisa roja era un chico muy grande. El del jersey multicolor, alargado pero muy delgado.

        En cuanto entraron los borrachos, todos los oficinistas que estaban comiendo los miraron y se pusieron nerviosos. Dejaron de comer y empezaron a rascarse el cuerpo violentamente. Se soltaban el nudo de la corbata, los últimos botones de la camisa, sudaban apurados y el cuerpo se les convulsionaba al rascárselo con tal violencia. Algunos se hicieron terribles arañazos en la cara. A alguno incluso le brotó un pequeño reguero de sangre a consecuencia de la fuerza con que se la había arañado. Los camareros, en cambio, esperaban, mudos y quietos, la petición de los nuevos clientes.

        El borracho de la camisa roja llevaba en la mano una botella de vino casi vacía, que, entre risas, tiró hacia arriba y rompió contra el techo. Su risa era grave y fuerte.

        Se acercó a la barra y pidió una botella de vino. Los dos borrachos bebieron sendos tragos directamente de la botella. El de la camisa roja dejó un billete grande de cinco sobre la barra y dijo al camarero que se quedara con el cambio.

        El borracho delgado del jersey de muchos colores cogió la botella de vino, se acercó a una mesa y, riendo, la vació en una gran cazuela llena de lentejas. Tenía una risa muy aguda. Luego metió también la botella vacía en la cazuela. Creció el nerviosismo de los oficinistas que estaban alrededor de la mesa. Un oficinista delgado se rascaba el vientre y el cuerpo se le convulsionaba; su rostro tenía una espantosa expresión de horror. Otro sostenía sus gafas en las manos y se le notaba que luchaba para que el temblor que sacudía sus manos no acabara por romperlas.

         El de la camisa roja pidió otra botella de vino y dejó otro billete grande de cinco encima de la barra. También reía sin parar, con su risa gruesa. Ofreció un trago a su compañero. Luego él también bebió un largo trago. Con la botella en la mano y sin parar de reir empezó a pasearse entre las mesas tranquilamente. El apuro y nerviosismo de los oficinistas crecía a medida que veían acercarse al borracho. Se rascaban el cuerpo con más fuerza aún y parecía que de un momento a otro fueran a estallar.

        Después de dar un pequeño paseo entre todas las mesas, el de la camisa roja bebió un gran trago de la botella y luego vació el vino que quedaba alzando la botella y vertiéndola sobre sí mismo, sin dejar de reir. A continuación rompió la botella contra el suelo. El del jersey multicolor se acercó a él, riendo, con su risa afilada. Se agarraron del hombro y empezaron a cantar de nuevo, mientras paseaban entre las mesas.

 

                «Aslaste jiubelaste

                aslaste jiubeles.

                Aslaste jiubelaste

                aslaste sendieker».

 

        Finalmente se dirigieron hacia la puerta y salieron del bar. Un oficinista se levantó de la mesa y fue detrás de ellos. Anduvo tambaleándose hasta la puerta, rascándose sin parar el cuerpo; le costaba andar, apenas podía mantenerse en pie. Decía a los borrachos que esperasen, que no se fueran, que le esperaran un momento, pero era incapaz de hacer escuchar su voz ahogada. Pese a todo logró salir a la calle. Para entonces los borrachos se marchaban ya en su moto, el del jersey de colores conduciendo y el de la camisa roja sentado en el sidecar.

        El oficinista alargó el brazo en un gesto derrotado que les quería decir que esperasen. Pero los borrachos no lo vieron y fueron desapareciendo a lo largo de la calle en su ruidosa moto.

        El oficinista, con el cuerpo ya totalmente calmado, miró con tristeza cómo se perdía la moto en la carretera. Tras estar un rato así, junto a la puerta, entró de nuevo en el bar con paso lento y aire derrotado. Dentro los oficinistas habían vuelto a empezar a comer en silencio, con el cuerpo ya calmado. Algunos todavía estaban atándose la corbata, alisándose los pliegues del traje o peinándose. El que tenía sangre en la cara la secaba con un pañuelo. Los camareros recogían las vidrios de las botellas rotas.

 

  © Juan Luis Zabala


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