GITANOS

 

Aquellos gitanos siempre

andaban bailando sobre los tejados planos de las casas

lo cual era incomprensible

porque aquellas casas no tenían escalera alguna,

ni tejados siquiera.

 

Los gitanos vivían en Urbarte

al otro lado del cementerio de bicicletas

acurrucados entre los esqueletos raquíticos

de aquellos edificios.

Aquellas obras llevaban muchos años paralizadas

eran casas a medio construir,

aquellas estructuras grises dejaban entrever las vísceras

del edificio que no tenía pulmones ni corazones

solamente camisas naranjas colgando

de los andamios de hormigón.

Todas las noches encendían fuego, y el olor a sudor

y a neumáticos calcinados

llegaba hasta el pueblo.

Una vez un amigo nos dijo

que el sudor de los gitanos era negro

porque eran descendientes

de los caníbales.

Nosotros, le creímos.

 

Contaban las malas lenguas

(contaban las buenas lenguas)

que eran cientos de ellos y que el nuevo alcalde

los había traído para ganar de nuevo

las elecciones, dándoles cobijo contra la tormenta

a cambio de sus votos.

Al otro lado del cementerio de bicicletas

parían a sus hijos

allí enterraban a los muertos de noche

en grescas afiladas con puñal y espada

allí enterraban a los muertos de noche

en un ring de ceniza

a escondidas del mundo, entre ladridos y sueños

de perro.

 

Nosotros les temíamos.

Robaban nuestras bicicletas y las pintaban de un negro caníbal

para que ya nunca jamás pudiésemos volver

a reconocerlas.

 

Eran Los Gitanos.

 

Había uno llamado Federico García,

al que sin embargo todos llamaban Agoacao

y que quería ser bailarín de claqué.

 

Había otro de carrillos rojizos, conocido

como  Tonetti

y también otro de mirada esquiva que se hacía llamar

El Malasnoticias

porque ésa era su forma de saludar:

«amigos, traigo malas noticias»,

bien para añadir a renglón seguido entre sollozos:

«pronto la va a diñar el hermano Pepe»,

o bien para decir preso de  enajenada alegría:

«se va a casar la Carmencita».

 

Empecé a quererles

—demasiado tarde, lo reconozco—

cuando El Malasnoticias, calado hasta los huesos

llegó caminando despacio hasta mí

y me preguntó tras aquel «traigo malas noticias» de siempre

si era yo de verdad el payito de la zapatería.

Así le habían dicho, así había oído.

 

Ya lo he dicho, era un día lluvioso

y El Malasnoticias quería un par de zapatos

para enterrar al Agoacao.

 

—Para que los perros no le muerdan los sueños, payito.

 

  © Harkaitz Cano


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