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ACTUALIDAD POLÍTICA

 

1

 

Se ha dado cuenta tras la comida. Al sentir picor se ha soltado el último botón de la camisa y es cuando ha aparecido el ombligo enmohecido. Moho que aún no se ha vuelto azul, un polvillo blanco y arrogante, como aquellas flores-bruja que de niños tanto nos gustaban. Y ha pasado un minuto así, mirando a su ombligo y soplando; pero nada, no se va.

        Frente a la mesa de la cocina, los platos vacíos aún sin recoger, el único color de la sobremesa son las mondas de naranja como serpentinas. Son las serpentinas y los alaridos del hijo que nunca ha nacido los que alegran el ambiente.

        En el noticiario han mostrado la foto de Joseba. Desde que se refugió hace dieciséis años, es la tercera vez que la sacan. Hacía tiempo, e Idoia se ha puesto nerviosa. En la foto tiene el pelo muy negro, los labios rojos y la piel suave. En cambio, la última vez que lo vio, además de llevar gafas, estaba canoso y finas arrugas le surcaban el rostro.

        Idoia recuerda a la perfección el día en que se hizo aquella foto. Ella tenía diecinueve años y Joseba veinte. Fue la primera vez que fue a buscarle en coche a la academia de confección. Le pidió que le enseñará el carné de conducir, y él sacó el papel rosa: aquella foto, con dieciséis años menos, la misma imagen de la tele. Salieron del coche y se sentaron en el banco tras el kiosco. A los lados algunos álamos vestidos de soledad; la pintura, despegándose de los bancos; manos, carne.

        Quizá luego vaya a visitar a Maritxu, la madre de Joseba, a ver si sabe algo, hoy, un día en que parece que por las calles no silban las balas. Quizá cuando salga de la farmacia.

 

 

2

 

La madre de Idoia odia la manía que tiene su hija de hablar sola. Desde la cama convertida en féretro, su voz amplifica la sensación de locura. La madre le grita que calle. Y a Idoia le parece haber oído la voz de su madre. Ha decidido no decirle nada acerca de su reciente enfermedad, y ha envuelto en un trapo de cocina el bote con moho. Tampoco le va ha decir que en el informativo han mostrado la foto de Joseba, pobre. La madre le ha suplicado que se calle, que guarde para sí sus pensamientos, pero Idoia no oye, y si la oye cree que está enloqueciendo, pues le parece haber escuchado la voz de su madre.

 

 

3

 

— No me atrevía a quitármelo yo sola, pero, ¿a quién iba a llamar? Al final me he ayudado con una cucharilla, he sacado todo el polvo que tenía en el ombligo y lo he guardado en este bote de pimientos. Luego me lo he limpiado bien con jabón, y aquí lo tienes, para que lo analicéis —le ha dicho a Pili.

        — No creo que sea grave —Pili, la boticaria, está harta. Un hartazgo profundo, existencial, casi enfado. Le ha quitado de las manos el bote de cristal, ignorando el nerviosismo agazapado tras los verdes ojos de Idoia—. Haremos una analítica —le ha dicho con escasa credibilidad—. Pásate mañana, hacia la tarde.

        — No sabía a quién llamar. La madre hace tiempo que no habla, está muy malita. No sé si he hecho bien o mal, quizá lo mejor hubiese sido que me lo quitases tú con unas pinzas, pero ya no aguantaba más el moho en mi ombligo; así que me lo he sacado con una cucharilla.

        Pili se ha suavizado. Ha sido al verle los ojos verdes, cuando ha recordado la belleza de aquella mujer riéndose tras el humo de los primeros cigarros en la campa de Patxiku. Pili no consigue recordad con nitidez a Joseba, aunque fuese de su antigua cuadrilla. Su recuerdo más nítido es la fotografía de la tele.

        — Hasta mañana, entonces, y estate tranquila que no será nada. Oye, ¿sigues fumando? —le ha preguntado Pili con la frescura reencontrada en la hierba mojada de aquella campa.

        — No. Lo tengo prohibido. Tampoco puedo tomar café; ya sabes, por los nervios.

        Tras mirar a ambos lados, se ha cubierto la cabeza con el palestino que lleva al cuello y ha salido corriendo de la farmacia. Ha comprado el Gara en el kiosco y lo ha guardarlo en la carpeta que para ese fin ha cogido de casa. Una patrulla de la Ertzaintza está realizando su ronda rutinaria al pasar al lado de Idoia. Pero ella se ha refugiado en un portal, ha leído una y mil veces los nombres y apellidos de los vecinos en los timbres, como si buscase a alguien. Cuando la Ertzaintza ha desaparecido tras doblar una esquina, Idoia ha continuado su carrera hasta casa.

        Se ha apoyado contra la puerta, sin respiración. A través de la mirilla se ve un pueblo que parece tranquilo. Puede ver un pedazo de plaza. Niños jugando en los pórticos del ayuntamiento. Las gafas ahumadas de dos guardaespaldas, charlando. Idoia ha nacido en esa casa. Lleva quince años viviendo en ella.

        Más calmada, se ha sentado a la mesa de la cocina, deseando encontrar en el Gara los motivos de su inquietud. "Batasuna augura acciones policiales inminentes". Ha buscado la foto de Joseba en el periódico, pero no la ha encontrado.

 

 

4

 

A Idoia le gusta sentarse junto a su madre mientras lee el periódico. Le lee los titulares. Su madre odia que lo haga, pero la hija no oye las palabras de la madre.

        — Va a salir su foto en el de mañana. Mañana también tendré que correr el riesgo de ir a comprarlo, pero qué le vamos a hacer. He visto unos agujeros de bala en la iglesia que deben de ser de ayer noche —se ha quedado pensativa, con la mirada fija en el horizonte compuesto por la cenefa de flores—. Estas pastillas me dejan frita, y menos mal, así no me entero ni de la mitad. Estos hijos de puta, cuándo nos dejarán en paz.

        En días como el de hoy, la madre de Idoia se arrepiente de haberle contado a su hija cosas sobre la guerra civil. Sin embargo, aún sesenta y seis años más tarde, en sueños, oye los alaridos que suben del precipicio. El vuelo de los desgraciados atravesando el silencio. Últimos irrintzis semejantes a perros aullando. Ignazio. Esteban. Xebe. Martín. Ni siquiera los animales hacían ruido, atentos como estaban. Recuerda con inocente memoria infantil las elegías sin letra de los que sabían de su muerte mientras caían por el precipicio. No solía querer ir a hacer la colada al río, porque el agua llegada mezclada con sangre, y las ramas que se partían bajos sus pies, eran huesos jóvenes a medio pudrir. Aún hoy son muchos los que en torno a un austero homenaje se reúnen frente al precipicio, como si tras tantos años después tuviesen más cerca la libertad, aún lloran.

        Le ha vuelto a salir el polvillo ese en el ombligo. Lo va a guardar en otro bote, por si acaso. No tiene buen aspecto. Mañana, cuando vaya a recoger el análisis, le llevará a Pili el bote nuevo, para que lo compare con el anterior.

 

 

5

 

Hay dos botes de pimientos en el frigorífico: uno está vacío, y el otro guarda una mota de algodón. Al lado un reloj que tiene tallados el hacha y la serpiente, y una consigna: Bietan jarrai. Está parado. Pegado al frigorífico el calendario de Seaska. A comienzos de año, Idoia escribió "niño"al lado de algunos nombres, "niña" al lado de otros. Redondeó con bolígrafo el nombre Amets, "niño y niña".

        De la habitación contigua llega el dulce ronquido de una madre de madera. Del cuarto para el niño un silencio metálico. De al lado mi voz, esto no tiene buen aspecto, yo frente al espejo, inspeccionando con dedos temblorosos mi ombligo. Más polvo.

 

 

6

 

Durante la sobremesa, el espacio que hay entre el suelo y el techo se agranda. Es, sin duda, la peor hora del día, la hora en que el suelo está más alejado del techo, la sobremesa.

        Parece que los álamos estén de acuerdo, y en esas horas se tornan de un color oxidado, un color como el del tiempo.

        — En la televisión han sacado tu foto. Desde ese momento me persiguen los cipayos, saben muy bien que soy tu mujer. Al salir de la farmacia, allí estaban, esperándome, los muy hijos de puta. He pensado en decirle a Pili que me guarde tus cartas, por si acaso; once cartas en dieciséis años, y en los últimos seis ni una sola. Espero que no te enfades, pero hay veces en que pienso que no es cierto que no me escribas por motivos de seguridad. La situación aquí también está jodida, los fascistas nos tienen rodeados, y no nos dejan ser vascos. Estamos todos bajo control. El pueblo está tomado. Desde que cogí la baja sólo salgo de casa una vez al día, por la mañana, a comprar el Gara y a hacer los recados, eso es todo. La situación de madre también es dura. La pobre no habla desde que murió padre. Continúa en cama. Es triste la guerra, y no sólo para los combatientes. Quiero un hijo, una astilla que continúe tu lucha. Le llamaremos Amets. Tiene que ser antes de que sea demasiado tarde, ¿sabes?, estoy enmoheciendo; por eso te escribo esta carta, para ponerte una cita: el domingo en San Juan de Luz, en el parking del Petit.

        Tras anudarse el pañuelo alrededor de la cabeza, Idoia, con la carta escondida en sus bragas, se ha dirigido a la Herriko Taberna. Se quedará frente al escaparate, con los nervios desbocados, hasta que no vea ningún policía alrededor. La lluvia ha mojado el suelo y la acera luce resplandeciente.

        "El congreso aprueba la ilegalización de Batasuna". Piensa que el tiempo corre en su contra, y entra en la Herriko. Sabe bien que se encuentra en un lugar peligroso, que en tiempos de guerra mejor no entrar en ese tipo de locales, pero es la única salida que le queda para poder contactar con Joseba.

        Antes, cuando recibía sus cartas, las contestaba utilizando el mismo camino de vuelta. Ahora sin embargo, no hay camino, no hay cartas.

        — Quiero hablar con el director. Es urgente —le ha dicho al camarero greñudo.

        El joven le mira entre aburrido y malhumorado:

        — En las Herrikos no hay directores, señora.

        — Pues entonces con algún encargado.

        — Tampoco. ¿Qué quiere?

        Idoia se ha fijado en la piel del camarero. Es un chaval. No ha de tener más de diecinueve años. No lo conoce pero el brillo del águila plateada que pende de su lóbulo le inspira confianza. Sabe que le ayudará. Le ha pedido papel y un bolígrafo. "Soy la mujer de Joseba Amilibia. Necesito hacerle llegar una carta. Ayúdame". Junto con el papel le ha entregado la carta, y ha salido del bar ocultando su rostro con el pañuelo palestino. El chaval no sabe qué hacer. Le suena el nombre de Joseba Amilibia, pero no sabe de qué.

        Al ir su novia a tomar el café, le cuenta lo sucedido, sin tan siquiera hacer el esfuerzo de añadirle misterio al relato; la chica le dice que le sienta bien el aro que se ha puesto en la nariz, en su opinión le sienta mejor que la bola, y el chico greñudo le contesta que ella también está guapa con el pelo liso. Media hora más tarde nadie se acuerda de la existencia de la carta ni de la nota.

 

 

7

 

Los aullidos que llegan de la habitación se asemejan a los de una mujer pariendo. Cualquiera podría decir que la madre de Idoia está pariendo, que se está partiendo. A veces le parece que ella es la culpable de la situación de su hija, sobre todo cuando la conciencia le traiciona; pero en seguida se le olvida. En seguida se le olvida que en gran medida ella es la culpable de la situación de su hija.

        — A veces me da la impresión de que madre está gritando. Sospecho que se está dando cuenta de todo; la guerra se puede oler aun sin salir de casa, aun estando postrada. Más todavía alguien que haya vivido otra guerra. El supermercado ha empezado a vaciarse. Hoy no había atún, y otros estantes estaban medio desiertos. He comprado provisiones. Te llevaré algunas a Urruña. Maite continúa trabajando de cajera, y lo que es más difícil aún, continúa siendo de las nuestras... No como Arantza, desde que dejó de trabajar en el supermercado para irse a trabajar al despacho de Antxon, se pasea por el pueblo con El Diario Vasco bajo el brazo. Le he hecho un gesto a Maite, pero no me ha contestado, por miedo, seguramente. Ella tampoco ha tenido hijos. Dicen que es lesbiana.

 

 

8

 

Al día siguiente, Pili le dice que no tiene nada, que está sana y no se apure, que lo del bote no son más que restos de algodón de alguna prenda. Idoia le pide que le devuelva los botes, pero la boticaria se niega, arguyendo que no sirven para nada. Al final Idoia se sale con la suya, envuelve los botes en papel de periódico y sale de la farmacia enfurecida.

        Son las cuatro de la tarde. Es a la vez demasiado pronto y demasiado tarde para que haya gente en las calles. Idoia camina deprisa. Los animales de una pajarería le siguen con la mirada y ella les contesta con una mueca grotesco. Los taxistas bostezan al otro lado de la calles, y las mujeres descansan en el suelo las bolsas de plástico rebosantes antes de continuar con su camino.

        Al llegar a casa Idoia se quita el palestino, y llorando, se dirige al cuarto de la madre. Se acurruca en su regazo, ésta le acaricia el cabello y le pregunta: Qué te pasa, qué te pasa, qué te pasa; Idoia solamente escucha un quejido seco e interminable.

        Mientras, el arroz que está preparando para la cena hierve en el cazo, Idoia vuelve a encontrar moho en su ombligo. En la cocina vacía se escucha el eco de su voz diciendo: "Tendré que ir a ver a un especialista".

        El reloj con forma de tomate, como cada día, anuncia la hora de los noticiarios. Las burbujas producidas por el hervor se entremezclan con la voz del presentador: "La Policía gala ha detenido en un camping de la localidad francesa de Arles al presunto etarra Joseba Amilibia y a su compañera Dominique Paulus. Los detenidos, junto con su hija de tres años, se disponían a abandonar el camping cuando un agente de la Policía francesa les pidió la documentación".

        Idoia se acaricia el vientre, escudriñando su ombligo con ansia, mientras observa las imágenes en televisión. Es Joseba. Y una mujer rubia. No han mostrado ninguna imagen de la mencionada niña, y piensa que es mentira, que se trata de otra treta manipuladora. Pero las imágenes, a pesar de aparecer más verdoso que en la realidad, muestran a su marido. Y a esa rubia.

        Para cuando se ha dado cuenta, Idoia tiene el ombligo ensangrentado. Se ha quedado sin aire tras haber gritado largamente. La madre de madera se ha levantado de su dulce ataúd con movimientos de madera. Bajo el camisón color crema los pies transparentes avanzan hacia el grito de la hija, hacia la cocina. El presentador vuelve a dar la noticia de la detención de Joseba. El borboteo es cada vez más violento, pero ni la madre ni la hija se han percatado del olor a arroz quemado. Están dadas de la mano sentadas en el banco de la cocina, mirando a la pantalla. El vapor ha humedecido la televisión, y ahora las imágenes de la televisión, el Joseba de la televisión, el presentador y los policías se ven como los álamos a través de la ventana. Los rostros de Idoia y de la madre también están más borrosos que de costumbre. Las palabras no tienes peso, no se oyen, no se dicen.

 

 

© Eider Rodriguez


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